Andábamos el otro día por tierras lojeñas, cuando finalizadas todas las gestiones que nos habían llevado hasta la capital de la comarca de Morayma, pensamos que era buen momento para tomar un café.
Prestos nos dirigimos en busca de un lugar en el que pudieran atender nuestra necesidades. Y he aquí que nos topamos en el camino con el mítico restaurante “El Mirador”.
Al llegar el local estaba vacio, daba impresión de tristeza, pero sus dulces típicos nos dieron la bienvenida desde la puerta. Iban entrando con cuentagotas algún que otro cliente.
Nosotros, ya con nuestro café delante, acompañado de una porción exquista de tarta de naranja, nos disponíamos a la degustación y a la comtemplación.
Entre bocado y bocado, se presencia un señor -creo que el regente del local- y hace entrega al camarero de una bolsa con frutos del membrillo. Argumentan entre ellos los distintos tipos que hay de este fruto otoñal:
- “El silvestre es mas bueno que el que está en regadío”, dice uno.
- ¡Sin duda alguna!, contesta el otro...
La calma del lugar y la proximidad existente entre camarero y cliente, me dió pié a hacer un comentario sobre el membrillo. Mi interés acerca de la elaboración artesanal de todo lo suceptible de serlo, puede llegar a extremos preocupantes, aún así mereció la pena mi intromisión en conversación ajena.
A partir de aquí se produjo algo magnífico: una diálogo como los que se iniciaban antaño entre tabernero y parroquiano. Aquellos años donde había comunicacón, no importaba de donde eras ni adonde ibas, era el placer del trato directo entre personas.
Hablamos de los dulces típicos de Loja, de nuestro interes por las tradiciones y su posible extinción. Por supuesto, salió a colación la crisis y la oportunidad que da de volver a antiguas costumbres gastronómicas. También comentamos sobre los antepasados lojeños de mi consorte, de los que desafortunadamente quedan pocos...
Pero lo que más me llamó la atención por valioso y significativo fue la disposición mutua de comunicación, el tener intereses comunes, por muy simples que parezcan.
Habiendo tomado buena cuenta del café y la tarta de naranja, nos despedimos y nos llevamos una grata sensación de cercanía que algunos profesionales de la hostelería aún conservan.
Agradecida, escribo estas líneas para que sirvan de testigo de una tradición que aunque en vías de extinción, no deja de ser agradable y necesaria.
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