El nacimiento de las primeras gotas, va creando vida que discurre por una serpenteante ruta que ahogará su recorrido en lo más profundo de la tierra.
La tranquila Sierra Tejeda es la primera en amamantar el incipiente caudal de líquido transparente, creador de la savia que alimenta la llanura fértil y generosa.
Despacio, sosegada, inicia el viaje acogiendo en su regazo de Madre a los hijos de la lluvia, a los que protegerá pariendo un manantial de riqueza. Sabe que algún día los tendrá que dejar ir, cuando les llegue el momento de buscar nuevos caminos que guíen sus aguas hacia el sur.
Durante esa travesía, preñada de nutrientes promesas, irá gastando los mismos cantos rodados que lleva siglos acariciando, dejando tersos los bordes que antaño fueron ásperos y cortantes. Lamerá las orillas erosionando, y a veces cambiando, el curso natural del cauce.
Pocas veces baja furiosa, depende de la virulencia que Anat quiera dar a la lluvia. Pero cuando la impetuosidad de la divinidad hace crecer el álveo, las aguas se tornan oscuras y vehementes. Despliega lenguas líquidas, cambiantes y arrolladoras, que bajan sin atender a razones. Parecen huir desesperadas compitiendo entre ellas por alcanzar su destino.
Sin embargo, cuando el orvallo fino cae con delicadeza sobre la tierra, empapando con dulzura la aridez seca y amarillenta, fluye con placidez la andadura acuosa y deseada.
Se recrea por el camino saludando con alegres salpicaduras límpidas a los habitantes de la ribera. Unos estáticos, erguidos como pinos señoriales, otros flexibles, como las cimbreantes ramas del sauce, ahítas de besar con labios mojados cuando rozan sus tallos verdes. Las sabinas, testigos mudos desde los márgenes inciertos, dan abrigo a cientos de habitantes emplumados, que aprovechan el cobijo que otorga la placidez de algunos remansos, para proteger una nueva camada de descendientes.
En primavera la rosácea Jabonera, adorna sus bordes de arroyuelo, abriéndose paso entre las espinas de la dureza rústica de la zarzamora. Ya en verano, la frágil clematis silvestre perfuma su largo y seco cuerpo, cansado del largo viaje a través del Llano.
Ya no se oyen voces infantiles jugando en su lecho de barro. Con manos inocentes emulaban a aquellos artesanos que modelaron la “Al Hamra”, la roja granadina orgullo de reyes y plebeyos. Los párvulos con los pies descalzos, chapoteaban en las aguas frías de principios del estío, mientras mujeres arremangadas y arrodilladas, hacían la colada al paso del torrente ya calmo y cristalino.
También echa de menos, los hilillos de agua que perduraban en el tiempo y que recorrían su talle ondulante e irisado. Años en los que tenía algo fresco que ofrecer al cansado labriego.
Ahora está triste, no le gustan los adornos brillantes que cuelgan de su cuello, de sus brazos y su cintura. A ella le gusta lucir lozana, sin abalorios linóleos que ahoguen e impidan que su curso sea diáfano y sin ataduras, limpio.
Ella no sería nada sin el acogedor y exuberante polje, y éste perecería sin remedio si le llegara a faltar el vital líquido que sacia su sed, que revitaliza su esencia natural. Y nosotros no concebimos la vida sin su presencia impalpable y aún así, omnipresente.
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