No recuerdo exactamente cuándo aprendí a leer y a escribir, pero sé que un día descubrí feliz que sabía cómo se escribía y se leía mi nombre. Fue un momento mágico, porque a partir de ahí se abrió un mundo de letras, que daba sentido a lo que veía en los libros, en la tele o en la publicidad de las calles.
Fue fantástico. Al ser tan pequeña solo recuerdo el sentimiento, esa sensación de victoria.
En la escuela de la señorita Maruja, los pupitres eran grandes e incómodos. Nos sentábamos de dos en dos y no recuerdo tener un compañero fijo, hasta que me senté con Lourdes que a partir de ahí, como dice Forrest Gump, fue mi muy mejor amiga.
Éramos, somos, de la misma edad, sólo con un mes de diferencia. Siempre he creído que ella era más madura y responsable que yo, lo que daba a nuestra amistad la cordura de ella y mi rebeldía, un buen equilibrio.
En aquellos años había clase por la mañana y también por la tarde, yo prefería las tardes, aunque esas horas se solían dedicar a tareas menos intelectuales. Pronto descubrí que mi preferencia por las labores más mundanas dejaron de tener sentido para mí y me aburrían y exasperaban enormemente.
Así que decidí que no quería saber nada de quehaceres domésticos.
Era una época de pocas complicaciones: durante la semana cole, pero cuando llegaba el viernes…
Los fines de semana, a pesar de los deberes, nos dedicábamos al buen arte del importunio, que con cinco criaturas dedicadas en cuerpo y alma a esta noble disciplina, llegamos a ser considerados expertos, como suele ocurrir a esas edades y con tanta gente en casa.
Afortunadamente, gracias a la mayoría femenina, la balanza estaba a nuestro favor, aunque que con pequeñas connotaciones machistas que la matriarca se encargaba de aplicar, en algunos casos injustamente. Al final el poder derivaba hacia la minoría varonil... !Ay, esta España del macho ibérico!
En los descansos de estos quehaceres de fastidiar a los demás, la tele nos proporcionaba largas tardes de diversión viendo películas ahora llamadas clásicas.
Para hacer más llevaderas las sesiones televisivas, hacía falta algo de refacción para entretener nuestros estómagos. Yo me decantaba por algo dulce. Si teníamos el consentimiento materno, nos acercábamos hasta la tienda para hacer acopio de alguna chuche con la que endulzar las bocas infantiles.
Había un almacén/tienda cerca de mi casa al que íbamos a hacer la compra. Este almacén era grande, desde mi visión de niña lógicamente. Había productos de lo más variopinto: desde artículos de alimentación, bebida, higiene… hasta comida para animales. Un batiburrillo de todo lo necesario en un lugar algo alejado de un gran núcleo urbano.
También estaba el “estanco de Lola”. Aún hoy a la dueña se le sigue llamando “Lola la del estanco”, y en su estanco, que era también tienda, amén del inevitable tabaco, había una variedad tal de exquisiteces, que mi imaginación infantil se perdía entre caramelos, chicles enormes, el chocolate y la leche condensada.
Aquellas tardes de otoño eran doradas, cálidas, encantadoras y… !Ha llegado papá, nos vamos de paseo en el milquinientos!
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