Es época de ferias. El verano, el calor, los días largos, las noches…
En las ferias de mi niñez, recuerdo los cacharritos, esos infernales artilugios que me mareaban y me daban miedo. Creo que por eso en las fotos que tengo, mi cara está siempre entre asombrada y espantada. ¡Cuánto había que sufrir para echar la feria adelante!.
Durante un tiempo, no mucho, fui la pequeña, y al parecer gocé de la atención que la benjamina merece, sobre todo teniendo a mi lado a mi hermana que se “preocupaba por mi bienestar”: me daba peladillas enormes cuando era un bebé, o me afeitaba porque creía que me hacía falta, o me espolvoreaba de tal manera que aún creo que tengo polvos asfixiandome. Nos llevamos muy poco y eso nos convertía en compañeras de juegos, y de feria.
Las mejores eran cuando ya el pavo nos rondaba sin consideración. Esas ferias cuando empezabamos a preocuparnos qué ponernos, cómo peinarnos y sobre todo, pensar hasta qué hora nos iban a dejar, y si nos dejaban hasta altas horas, dígase la 1:30 o 2:00 de la madrugada, era fantástico.
En verano, mis primos, llegados de distintos puntos del reino, venían de vacaciones, y fácilmente podíamos llegar a 20 criaturas de edades similares, durmiendo de dos en dos, comiendo por tandas, usando el baño con largas esperas… El caos era absoluto, pero eran días que resultaban inolvidables.
Las calurosas noches estivales, aumentaban su encanto en estas ferias de pueblo.
Primero había que rendir pleitesía a la patrona, en una fervorosa procesión, caminábamos tras la imagen de madera, venerada y asfixiada entre el humillo de las velas. Un reguero de cera, dejaba marcada la marcha durante semanas, que con el calor del verano, era alto peligroso la conducción de los pocos coches que aún andaban por la zona.
Pasado el cumplimiento religioso, tocaba el lúdico.
Recuerdo las primeras ferias en las que ya era consciente de la fiesta, el olor a las cañaveras frescas cubriendo el escenario y cerrando el espacio de la caseta oficial, y sólo había una, afortunadamente.
También recuerdo el olor de la pólvora de los cohetes, que los mayordomos lanzaban y que al explotar, hacían que los perros huyeran despavoridos a buscar refugio.
La orquesta solía ser la misma las tres noches de feria, y casi todos los años la misma: La Orquesta Tejeda. ¡Que buenos!.
Ya estábamos preparados para pasar varias horas bailando hasta que los pies dolían, el calor llenaba de sudor todo el cuerpo y el polvo del suelo de tierra, daba una pátina pardusca a las piernas. Pero era tan divertido…
Menos mal que cuando oíamos una canción instrumental de Carlos Santana, sabíamos que era hora de una pausa. Ahí aprovechábamos para descansar un poco, de sentarnos, si podíamos y de beber una coca cola.
Cuando regresabamos a casa, desde la cama oíamos la música y nos dormíamos pensando en el día siguiente de feria, ¡aún quedaban dos días!.
Con el tiempo las ferias de los pueblos han cambiado, o hemos cambiado nosotros. La cuestión es que las ferias ya no son iguales a como eran antes, para bien o para mal, el tiempo hace de nuestros recuerdos un lugar especial donde ir de vez en cuando a echar un vistazo.
¡Qué nostalgia, se acerca el final del verano!.
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