En el momento en el que tomo la decisión loca de escribir a través de un blog, soy consciente y responsable de todo lo que expongo mediante mis palabras.
No simulo falsa modestia, ni una erudición inexistente. Tampoco falseo palabras, ni tergiverso hechos, simplemente plasmo en palabras la vida que me rodea como una opinión personal... muy personal.
Hay quien está de acuerdo con mis palabras y quien, afortunadamente, no lo está. De esa simple premisa se trata: el libre albedrío para poder contar lo que quiero, sin que se me acuse de partidista, de egocéntrica, de nihilista o de, según para qué, desconocedora de lo que escribo.
La red está plagada de bloggers, que han encontrado en este espacio impalpable un medio de dar a conocer sus trabajos, sus pensamientos, sus inquietudes o sus manías. Esto, desde luego, les hace valedores de críticas, en unos casos, o de elogios, en otros, pero casi nunca de indiferencia y eso es lo que hay que tratar con moderación: la influencia que puede tener una persona que lanza sus palabras a la inmensidad digital.
Ahora bien, cuando hay avispados que creen en su verdad absoluta y denigran el trabajo de otros, hay que sacarles de ese estado de empoderamiento anónimo que permite la red, para que abandonen esa condición de ectoplasma cibernético y hagan lo que corresponde: disertar, explicar, sugerir… Pero cuando se impone la mofa, el descrédito, la supuesta supremacía intelectual, se acaba el respeto que merece cualquier opinión.
El escribir en sitios web, lleva implícito el comentario del lector y a estos me refiero cuando hablo de espíritus de inteligencia artificial; ellos son los que hacen posible que la inspiración divina aparezca o, por el contrario, se tome largas vacaciones.
Hay verdaderos genios que hacen del comentario a través de la red, un intento por predicar su versión de lo escrito, sin tener en cuenta que quien escribe es totalmente desconocido para él, también es desconocedor del entorno o las circunstancias del tema tratado en una publicación. Ello no impide, desde luego, que se pueda dar una opinión libre y bien acogida del asunto en cuestión.
Lo que ya no es bien recibido, ni admitido, es el aprovechamiento del comentario para enaltecer la presunción personal adornada con sutiles correcciones, en un intento fatuo de vanagloria de sus muy cuestionados conocimientos. Aún así, el comentarista, en un memorable arrebato de orgullo, se atreve a decidir que el trabajo que otra persona ha realizado es totalmente prescindible, cuando en realidad es su falta de valentía lo que le lleva a ser imprescindible para ser obviado ya no solo como comentarista, también como persona.
Para Santi, con todo mi prescindible respeto.
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